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Cincuenta años después de 1968, la juventud debe aparecer de nuevo para conseguir lo imposible

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La década de los años sesenta fue una época de fuerte ideologización, principalmente de una juventud que en Europa está viviendo lo que se conoce como los Treinta Gloriosos, un período socioeconómico que irá desde el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta la crisis del petróleo de 1973. Es un tiempo caracterizado por dos procesos: un crecimiento económico nunca antes alcanzado y el enfrentamiento entre las dos grandes potencias en el marco de la Guerra Fría.

Se trata de un tiempo en el que se vive una pugna entre dos modelos de sociedad: la que proponen las democracias occidentales, con los Estados Unidos de América al frente, y la llamada democracia popular que abandera la Unión Soviética. Esa rivalidad determinará que en Occidente la expansión del capitalismo fuera acompañada de una fuerte presencia del Estado, adjudicando éste una enorme importancia a las cuestiones sociales. Se trataba de impedir cualquier tipo de contagio que pudiera venir de la mano de las organizaciones filocomunistas occidentales, para lo cual era esencial asumir una buena parte de sus demandas en política económica y social.

Será particularmente la juventud europea la que –en esa nueva realidad abierta tras la derrota del fascismo- comience a introducir demandas novedosas en la agenda política. En Europa, en el continente, esa juventud se moviliza con relativa autonomía a ambos lados del Telón de Acero, lógicamente más en el oeste que en el este, pero si París marcará un antes y un después en la evolución política de la Europa Occidental, en Praga los tanques soviéticos dejarán claros los límites de lo que se puede y lo que no se puede hacer en los países del llamado Socialismo real. En general, se puede concluir que Occidente se adentra en una época de fuerte aceleración de la realidad social, política y cultural, y eso se percibirá con claridad tanto en los Estados Unidos de América (desde Alabama a California), como en los diversos países de la América Latina. En esta última región, los movimientos sociales adquieren cada vez mayor importancia, particularmente en Chile, donde en 1970 un gobierno socialista, marxista confeso, llegará al poder por la vía democrática con Salvador Allende al frente.

En estos años surgen en los Estados Unidos de América movimientos sociales o culturales como los hippies, que participan activamente en las protestas anti-guerra de Vietnam, y se desatará definitivamente la lucha por los derechos de los afroamericanos. Se producirán explosiones de violencia, a veces extrema, en las que habrá víctimas mortales, las más de las veces a manos de la policía o la Guardia Nacional, pero serán eso mismo, explosiones cargadas de rabia e impotencia, más que resultantes de un proyecto de subversión mínimamente estructurado. Lo mismo se puede decir del activismo violento de una parte de los jóvenes negros, especialmente tras el asesinato de Martin Luther King. En el contexto del Movimiento por los Derechos Sociales, en el que surgirá la reivindicación del Black Power, aparecerá el Partido Pantera Negra de Autodefensa, una organización nacionalista afroamericana, socialista y revolucionaria que pretendía proteger a los negros de la violencia, explícita e implícita, ejercida contra ellos por los blancos, particularmente la policía.

No obstante, puede decirse que, en términos generales, tanto la juventud movilizada contra la Guerra en Indochina como la que luchará por los Derechos Civiles de los negros, así como la mayoría de los movilizados en Europa, pueden ser considerados pacíficos y muchos de ellos pacifistas; es decir, mayoritariamente identificados como no violentos.

El contraste con lo que ocurrirá en América Latina será fortísimo: allá serán miles de jóvenes los que concluirán que la única salida posible y deseable para sus tremendamente injustas e insolidarias sociedades pasa por organizarse y adiestrarse para la lucha armada, para ser miembros activos de la insurgencia guerrillera. Será evidente que esos nuevos movimientos revolucionarios estarán marcados por el ejemplo de la Revolución cubana.

El 68 latinoamericano arrancó con la muerte del Che en el 67 y acabó, si se quiere hacer una analogía con la visión eurocéntrica (Paris/Praga), en el 69 con el Rosariazo (3 muertos) y el Cordobazo (más de 30 muertos) argentino en 1969, pasando claro por el México de Tlalteloco (en 1968, con más de 300 muertos según una valoración conservadora).

La fortísima represión empujó a miles de jóvenes a la insurgencia armada, y no solo en México o Argentina. También en Brasil, Uruguay, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Perú, Colombia… La victoria castrista en Cuba hizo pensar a muchos en todo el Continente que emular a Castro y a Guevara aseguraba el éxito, y hacerlo era solo cuestión de atrevimiento y firmeza revolucionaria. Regis Debray y Ernesto Guevara habían hecho añicos el viejo dogma leninista, y habían afirmado con gran desparpajo que no era necesario esperar a disfrutar de condiciones objetivas para poner en marcha la revolución, sino que lo necesario era crear una conciencia revolucionaria mediante los incentivos morales ante la injusticia social extrema. De ahí la elaboración del foquismo: crear uno, dos, cien vietnams en América Latina, como dijera el Che.

Para entender, pues, el desarrollo de los procesos políticos y sociales durante la segunda mitad de la década de los sesenta es necesario tener en cuenta las grandes líneas de lo que ocurre en un mundo dividido en dos bloques antagónicos, capitaneados por Washington y Moscú; un mundo en el que, además, se están produciendo las guerras de liberación nacional, desde África al Sudeste asiático.

Ese será el contexto del proceso fundamental que constituye el fenómeno trascendental de la América Latina del periodo: la Revolución Cubana. Un proceso localizado en el Caribe, pero que cabe conectar con la guerra en Vietnam en Extremo Oriente y con la de Argelia y el Congo en África, y también con las movilizaciones de los estudiantes europeos: los jóvenes de París corearán una consigna en sus manifestaciones que hará evidente su admiración por dos ídolos mundiales indiscutibles: ¡¡¡Gue-va-rá / Ho-chi-min!!!

Podríamos decir que –a diferencia de lo que ocurrirá en Europa o en los Estados Unidos-, la juventud latinoamericana no se contentará con realizar grandes manifestaciones o grandes concentraciones de protesta, ni con explosiones más o menos potentes de violencia, ni con exigir nuevas reivindicaciones como la libertad sexual, el incipiente feminismo o el temprano ecologismo. Los miles de jóvenes latinoamericanos que querrán emular al Che Guevara desearán ser ejemplo del hombre nuevo ajeno a los incentivos materiales, sentirán como una realidad insoportable la extrema desigualdad de sus sociedades nacionales, y será esa juventud fundamentalmente proveniente de la clase media la que tomará las armas para derrotar al capitalismo imperialista y alcanzar el soñado socialismo, una sociedad que imaginaban moralmente superior, en la que el hombre no explotaba al hombre y no existía la propiedad privada de los medios de producción.

Es cierto que también en Europa hubo quienes se inclinaron por las armas, por la lucha armada, pero entendemos que, a diferencia de lo que ocurrirá en América Latina, fueron experiencias muy minoritarias como las de la Fracción del Ejército Rojo alemán, o las Brigadas Rojas italianas. Hay dos casos que, a diferencia de los anteriores, tendrán mayor apoyo social en los territorios en los que actuaron. Uno es el IRA y la otra es ETA.

En el contexto de la Guerra Fría, las potentes insurgencias armadas latinoamericanas generarán la política contrainsurgente contra lo que llaman el enemigo interior y la consecuencia más evidente serán las dictaduras militares propiciadas por la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, emanada desde Washington, como un corpus doctrinal militar que utilizarán las fuerzas armadas de los diversos países, coordinadas desde 1947 por los Estados Unidos mediante el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y adiestradas en la Escuela de las Américas, en Panamá. Todavía hoy padecemos los estragos que provocaron las terribles violaciones de los derechos humanos perpetrados por los militares.

Aquella larga década fue vertiginosa tanto en Europa como en América. Todo parecía posible a los ojos de quienes decidieron apostar por el desafío del orden existente. Han pasado cincuenta años, y el balance es complejo. En Europa el sistema de representación política partidaria resultante tras la II Guerra Mundial vive horas muy bajas. El indiscutible éxito que significó la puesta en pie de lo que hoy es la Unión Europea también atraviesa momentos dificilísimos tras el Brexit, el desequilibrio y la desconfianza entre los países del norte y los países del sur, la disonancia de buena parte de los países del Este, o la emergencia de los populismos que encuentra su expresión más reciente en la formación del actual gobierno italiano. En América Latina, muchas de las razones que impulsaron a tantos a la lucha siguen dramáticamente vigentes. La extrema desigualdad la mantiene como el continente más injusto del planeta, ahora con altísimos niveles de violencia ligada a la prevalencia de la llamada industria del crimen y a la incapacidad de los gobiernos de desarrollar políticas socialmente inclusivas.

Han pasado cincuenta años desde aquellos años en los que parecía que la juventud revolucionaría la vida de Occidente. En parte lo consiguieron, y algunos de los avances logrados resultaron irreversibles. En algún momento la juventud occidental volverá a soñar con construir su propio futuro rompiendo los frenos y haciendo añicos los obstáculos de quienes –como siempre ha pasado- los quieren resignados y sumisos.

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