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Cada minuto de cada hora de cada día

Diario de un reportero

¿Alguna vez ha perdido la esperanza?, le pregunté a la experta en derechos humanos. Se me quedó viendo durante unos segundos, mientras pensaba qué decir, claramente sorprendida por mi pregunta. En sus ojos brilló por un momento una furtiva lágrima.

Eso fue hace un par de años, cuando me invitaron a participar en un taller de medios para integrantes de los comités de las Naciones Unidas que supervisan y evalúan el cumplimiento de los tratados de derechos humanos. Habíamos hablado sobre el tema durante casi toda la mañana cuando llegamos al ejercicio, que consistía en dar una entrevista frente a cámaras de televisión.

La pregunta tiene que ver – como sin duda habría dicho Juan Vicente Melo – porque cada minuto de cada hora de cada día se violan los derechos humanos de alguien en alguna parte del mundo, como tal vez se puede comprobar en los datos oficiales que aparecen en rincones de la internet como este: http://uhri.ohchr.org/es/.

El caso es que en las Naciones Unidas hay sesiones periódicas y públicas en las que los gobiernos rinden cuentas y ofrecen explicaciones sobre lo que se ha hecho y falta por hacer en la materia. Se publican informes, se emiten recomendaciones, se expresan preocupaciones y se anuncian condenas. Pero no se puede hacer mucho más...

En México hay una Comisión Nacional, y hay organismos similares en cada estado de la república, cuya única fuerza es la autoridad moral (aunque a veces ni eso) para dirigir observaciones a las autoridades, que son las encargadas de garantizar los derechos humanos y las que terminan por violentarlos por acción o por omisión. A fin de cuentas, se trata de un organismo del Estado que vigila a los demás organismos del Estado.

El artículo primero de la Constitución es claro: todas las autoridades tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, y de prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a estos derechos. Sin embargo, las organizaciones no gubernamentales han hecho más y mejor que el propio Estado en esta materia.

Hay agujeros negros: los linchamientos y otras acciones similares en varias partes del país muestran lo que pasa cuando las autoridades no hacen lo que tienen que hacer, o cuando la sociedad civil deja de confiar en esas autoridades, que una y otra vez se han corrompido o son incompetentes, que es otra forma de ser corrupto.

También las escuelas han fallado. En teoría, los niños mexicanos aprenden (entre cuarto y sexto de primaria y entre primero y tercero de secundaria) los valores de la convivencia pacífica y la solución de conflictos, y aprenden el sentido de la justicia y el apego a la legalidad. Pero la convivencia pacífica se acabó hace tiempo, y la solución de conflictos se acerca cada vez más a la justicia por mano propia. La legalidad es una palabra cada vez más vacía. Así no se puede.

Pero hay esperanzas. El fin de semana fui al Palacio de las Naciones (sede de la ONU en Europa) y entré en el salón XVII, donde se celebró en más de un sentido el día en que los niños tomaron la palabra. Estaba lleno, y la algarabía de los presentes se convirtió en silencio cuando Akanksha Sharma, de Canadá, comenzó a hablar.

Lo primero que dijo esta niña de quince años fue que cada día, en todas partes, se violentan los derechos humanos. Aunque ya lo sabíamos, oírlo en una voz tan joven hace que uno comprenda muchas cosas en el siglo de la internet, que ha permitido que los niños se conecten entre sí y se den cuenta del tamaño del problema.

Kurt Ottosen, un espigado muchacho argentino, habló sobre la falta de igualdad, sobre los niños que sufren violaciones sumamente graves de sus derechos humanos en Venezuela, Nicaragua, México. Y dijo más: que esa falta de igualdad permite que en su país se pueda votar a los dieciséis años pero no ofrece a los jóvenes ninguna representación en los órganos estatales.

"Lo importante es que cuando salgamos de este edificio no olvidemos lo que se ha hecho acá", dijo Otto. "La gente no nos escucha. La gente nos ignora. Teresa de Calcuta dijo que muchas veces lo que hacemos parece una gota de agua en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota".

Ese día se dijeron muchas cosas, unas obvias y otras no tanto. Pero uno terminó la jornada pensando en lo que pasa y en el mundo que les vamos a dejar a los niños, que se identifican a sí mismos como defensores y promotores de los derechos humanos aunque muchos no los tomen en serio. Esos niños y muchos adultos que han asumido la tarea de ver por los demás merecen reconocimiento, y tal vez no pase mucho tiempo para que lo reciban.

En el tranvía de regreso a mi casa recordé la entrevista con la experta en derechos humanos, volví a ver la lágrima que logró contener, y la memoria repitió sus palabras: "Trato de no perder la esperanza, porque si la pierdo nada habrá valido la pena". Y entonces se me anegaron los ojos, pero fingí que me había entrado algo y me bajé una parada antes. Era jueves.

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