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No pasa nada

Diario de un reportero

En un vuelo que le quedó corto al libro de fray Bernardino de Sahagún – que cuenta cómo era la vida entre las tribus originarias hace cuatrocientos cincuenta años, mientras nacía la Nueva España – leí que había una sala (tlaxitlan) en la que el rey, los señores cónsules y los principales nobles oían las cosas criminales y desahogaban pruebas, "y los jueces no diferían los pleitos de la gente popular, sino procuraban de determinarlos presto; ni recibían cohechos, ni favorecían al culpado, sino hacían la justicia derechamente".

También dice Sahagún que en ese tiempo "si oía el señor que los jueces o senadores que tenían que juzgar, dilataban mucho, sin razón, los pleitos de los populares que pudieran acabar presto, y los detenían por cohechos o pagas, o por amor de los parentescos, luego el señor mandaba que los echasen presos en unas jaulas grandes...".

Volábamos sobre el Atlántico. Abajo estaba el mar, arriba el cielo. Después de cenar, cada quien se acomodó como pudo y vio una película o trató de dormir o de trabajar o de seguir leyendo. Quién sabe qué proceso digestivo me hizo pensar en la corrupción mientras trataba de conciliar el sueño.

Los agravios que quinientos soldados ibéricos cometieron hace cinco siglos contra quienes vivían en el territorio que habían descubierto no explican ni causaron los problemas de que sufre México ahora, tal vez más dividido que nunca, incluso más que cuando Vicente Fox ganó la presidencia hace diecinueve años.

No. No hace falta mucho para convencerse de que la corrupción – hija de la impunidad – es el obstáculo más grande para el país. La deshonestidad en los asuntos públicos no se castiga, aunque durante décadas se usó la amenaza del castigo no para quienes usaron sus cargos para enriquecerse sino para quienes desafiaban al sistema o quienes ofendían al presidente o al gobernador en turno.

Los verdaderos delincuentes – cuyas carreras políticas eran financiadas por organizaciones al margen de la ley o servían para proteger a esas organizaciones– no comparecían ante los jueces, no se veían obligados a responder por riquezas súbitas, tan exorbitantes como inexplicables, no pisaban la cárcel o cumplían penas magnánimas tras las rejas.

El ejemplo más reciente fue el grupo de funcionarios del gobierno de Javier Duarte de Ochoa, reo confeso de lavado de dinero y de asociación delictuosa. ¿Cuántos de sus socios en el lavado de dinero, cuántos de sus cómplices en la asociación delictuosa están en la cárcel? Ninguno. Parecería que Duarte se asoció consigo mismo para robar y lavar lo que se robó...

Hubo ex funcionarios veracruzanos que regresaron dinero y bienes a cambio de impunidad. Hubo otros que ofrecieron información a cambio de impunidad. Sería inocente pensar que no hubo quienes negociaron sin dar la cara, en lo oscurito. Y ahí andan. Pese a que el fuero que tenían varios ya se extinguió, nadie ha emprendido ninguna acción legal para llamarlos a cuentas. Nadie parece acordarse del escándalo grande.

Pero los hechos inmorales y condenables de ex funcionarios – y de algunos funcionarios de ahora – no se limitan a Veracruz: afectan a todo el país. Pero en el estado sigue la discusión inútil sobre acercamientos y alejamientos entre quienes están en el gobierno y quienes tienen el poder, y lo cierto es que desaparecieron miles de millones de pesos de las arcas públicas, y lo triste es que nadie sabe quién se los llevó.

Nadie ha respondido por esa pérdida que afecta a más de ocho millones de personas e insulta la dignidad de las instituciones que tendrían que aplicar la ley. La inutilidad de las autoridades y la falta de voluntad política han alentado a otros seguir haciendo lo que hacía siempre. No hay castigo.

Eso se llama impunidad. Y como hay impunidad hay corrupción. Aquí no pasa nada. Eso: no pasa nada.

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