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Ante 2020

El gobierno pide un año más para que se asienten las condiciones de una nueva vida pública en el país. Las medidas políticas y administrativas para confrontar la corrupción y aplicar la austeridad presupuestal han sido el eje para conseguir dicho objetivo.

En el combate a la corrupción se han ido anunciando avances y sus consecuencias habrán de mostrarse, unas de modo próximo y otras más distantes. El asunto no es menor en las condiciones que al respecto se habían creado en el país.

De la austeridad hay, sí, secuelas muy evidentes: la actividad económica está prácticamente estancada y se espera que decaiga en el último trimestre del año. La previsión oficial, según consta en el presupuesto, es una tasa de 2 por ciento para 2020.

La vida pública, como la llama el gobierno, no se desarrolla de manera aislada y repercute necesariamente sobre lo que habría que llamar entonces como vida privada: la de personas, familias, comunidades, empresas y organizaciones.

La cuestión clave en materia política tiene que ver con la coexistencia de ambos entornos. Así, se remite necesariamente a la concepción de lo que es y hace el gobierno y de los límites del ámbito de lo que ocurre más allá de su extensión y su penetración. Ahí está la interacción con los intereses privados. Todos los ciudadanos tenemos intereses privados.

Las consideraciones que ha hecho el gobierno sobre aspectos relevantes de lo que ocurre en esta sociedad son innegables. Así ocurre, por ejemplo, con la patrimonialización de la actividad política, el incumplimiento y discrecionalidad de la fiscalidad, la brutal inseguridad pública, la inobservancia de las normas en muchos ámbitos y la desigualdad económica.

Las acciones y propuestas con que se enfrentan estas situaciones ahora están a prueba. De ello se desprenden cuestiones políticas y prácticas.

En efecto, la postura acerca de la relación entre el crecimiento de la actividad económica y su relación con el desarrollo, visto este último como la generación de un mayor bienestar de los grupos sociales más vulnerables, se aborda desde lo que puede concebirse como un empirismo cuasi radical.

De tal manera, se cuestiona el indicador del crecimiento trimestral del producto interno bruto. Esto, en sí mismo, no lleva a ningún lado. El Inegi mide la evolución del producto conforme a una metodología; si es buena o mala, si representa de modo fehaciente lo que pasa en la economía en esa materia, es motivo de otra discusión.

El desarrollo se mide de manera distinta, a partir de elementos cuantitativos y cualitativos. Eso lo hace más complejo y no hay, pues, un único indicador que lo represente.

El argumento que se esgrime es que hay más bienestar entre aquellos que tienen ahora un mayor salario mínimo –y sólo sucede a quienes están empleados formalmente– o bien aquellos que reciben distintos tipos de transferencias directas por parte del gobierno. Porque en el caso de salud, educación, vivienda, asistencia social y seguridad, la situación es muy precaria.

Hace un par de semanas se publicó en este diario una nota que señala cómo a mediados de la década de 1970 las remuneraciones de los asalariados con respecto al PIB representaban 40 por ciento, mientras en 2017 sólo alcanzaron 26 por ciento. Este es un asunto de gran significado en materia de desigualdad y en el contexto de una informalidad que supera la mitad de la fuerza laboral.

Para que cualquier aumento de los salarios o mejora en la distribución del ingreso que vaya más allá de las transferencias directas tenga un arraigo económico duradero, tiene que elevarse el nivel del empleo formal, el cual se asocia con las prestaciones de la seguridad social y la vivienda. Además de que sube el ingreso público derivado de los impuestos.

Y para que ello ocurra tiene que haber crecimiento de la producción. Así que no puede desdeñarse el crecimiento o mantenerlo como condición pendiente. Éste sólo se genera con más gasto en inversión, tanto pública como privada, y con una eficiente asignación de lo recursos disponibles.

Así podrá sustentarse un mayor nivel de desarrollo, proceso que no puede impulsarse por decreto y que requiere de tiempo para consolidarse. Un año más de prácticamente nulo crecimiento productivo, de insuficiente creación de empleos, ingreso familiar y austeridad autoimpuesta será muy costoso. Esta sociedad no se puede dar el lujo de que se pierdan empleos formales, se reduzca la producción y se limiten los ingresos fiscales.

No todo puede hacerse al mismo tiempo. No es clara la ruta para provocar el desarrollo con bienestar. Este es un tema primordial, de naturaleza política para la sociedad, el Congreso y el gobierno.

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