La demanda por la novela La peste, de Albert Camus, ha aumentado a raíz de la propagación del nuevo coronavirus. Es comprensible. Ahí se plantea el modo en que una población va asimilando progresivamente las terribles condiciones impuestas por la plaga. En ese proceso aparecen la ciencia médica, los funcionarios municipales y, sobre todo, las relaciones humanas, exacerbadas en la medida en que se saturan hospitales y clínicas, se acumulan los muertos y la comunidad es aislada para contener el contagio.
El nuevo coronavirus no es una plaga como la peste. Tiene otro origen y manifestaciones. Sin embargo, en cuanto al preciso y complejo planteamiento de Camus, tienen semejanzas.
A veces, como ocurre en los casos de las epidemias, cabe preguntarse sobre el sentido que ha tenido la Ilustración como movimiento filosófico, como una epistemología, una fuerte corriente cultural y política. En ocasiones, demasiadas, parece menguar la irradiación de aquel siglo XVIII, llamado de Las Luces.
El nuevo coronavirus y cualquier otro virus o bacteria, como la Yersinia pestis, no responde a ningún tipo de voluntarismo. Eso debería ser obvio. Lo sabía muy bien el doctor Bernard Rieux en la ciudad de Orán, en Argelia. Y actuó de la única manera posible y, sobre todo, útil, es decir, práctico y sin aspavientos.
Pero eso no lo saben algunos políticos que eluden hacer lo más elemental, que es llamar a las cosas por su nombre, admitir lo que representan y actuar en consecuencia. Eso es lo que está ocurriendo a las claras, por ejemplo, en Estados Unidos y también en cierta medida en México. Esto tenderá a ser más manifiesto en la medida en que el jaleo se agrave.
El microbiólogo Peter Piot tiene en su haber contribuir al descubrimiento del virus del ébola en la década de 1990 y participar activamente en el combate del VIH/sida.
En una entrevista reciente lo cuestionaron sobre la magnitud esperable del brote del nuevo coronavirus. Señaló que a diferencia del virus del SARS, que se aloja en los pulmones, el actual lo hace en la garganta y por ello es más contagioso. Apuntó que como no hay vacuna se recurre a métodos medievales para contenerlo, como el aislamiento, la cuarentena y el seguimiento de posibles contactos.
Piot concluyó diciendo algo que es de sentido común: Prefiero que me acusen de sobrerreaccionar que de no hacer mi trabajo. Y esto refiere a cómo se expone parte de la información de la enfermedad. Se señala que son relativamente pocos los casos, aunque van creciendo de prisa; que los riesgos están delimitados en ciertos grupos de la población, aunque aumentan los muertos. El caso es que el contagio se extiende y no desaparecerá de un momento a otro como por milagro, como se ha sugerido en Washington, o minimizándolo, como se ha hecho aquí.
En general, aún da la impresión, según sugieren algunos, de que se trata de algo que no es para tanto, que la tasa de mortandad es baja, que hay otras enfermedades que provocan más decesos. Pero quien lo dice seguramente no quiere estar entre los contagiados y menos aún entre los fallecidos.
Hasta ahí llega la supuesta objetividad. Hay que admitir, como dice Piot de los riesgos que él mismo corre en su profesión, que la ausencia de mala suerte en la vida es lo más importante. Y ahí está una de las cuestiones claves del asunto.
Todo esto repercute en las políticas públicas y las fallas en ese terreno acrecientan el miedo de la gente, que advierte que de caer enfermo no hay una red de protección suficiente. Dicha situación ya se da en algunos países. El virus, además, es democrático, no respeta ninguna convención social.
Frente a esta forma de aproximarse a las consecuencias del nuevo coronavirus hay frentes en los que se advierte una verdadera sobrerreacción y de una naturaleza muy distinta a la de los especialistas médicos o algunos de los responsables políticos.
Esto ocurre de modo evidente en la economía, especialmente en los mercados financieros. El poderoso banco de inversión Goldman Sachs emitió hace días un comunicado en el cual afirma que el coronavirus es, sin duda, el cisne negro de 2020 (refiriéndose a la manera en que se caracterizó la crisis de 2008, como un evento inesperado), provocando un cierre de emergencia en China con efectos adversos en las cadenas de producción. Al mismo tiempo que el número de casos y la disrupción de la actividad económica sigue en aumento.
La situación parece ser un caso de profecía autocumplida. Se instala en la profunda financiarización de la economía, en la especulación a costa de las actividades productivas. El refugio, clásico ya, en los bonos del Tesoro de Estados Unidos es indicativo de las distorsiones económicas que se han impuesto. Éstas prevalecen incluso luego de la crisis, hace más de una década. Las repercusiones sociales del nuevo coronavirus se ahondan en un escenario que tiende a conformarse en un sálvese quien pueda.