Diario de un reportero
La señora con guantes y cubrebocas tosió y tosió en varias partes del supermercado, más allá de las hierbas de olor, de las frutas y de las verduras. No llegamos a estar cerca, pero por un momento me preocupé: la ví sentada en la farmacia – a un lado de su andadera – mientras le surtían su receta, y oí su respiración llena de piedras cuando me iba. Llegó al supermercado cuando yo estaba en la sección de quesos.
Al poco tiempo dejó de toser. Yo pagué y me vine a mi casa. Una hora después pasó por la calle cuando yo miraba no sé que por la ventana. Caminaba despacio pero sin titubeos ni esfuerzo, y ya sin tos. La ví avanzar bajo el sol quemante del mediodía y perderse rumbo a la estación de bomberos del barrio. Quién sabe qué fue de ella.
Me olvidé de la señora hasta que leí en la prensa veracruzana que en varias partes se adoptó la idea de que quienes necesiten algo – comida, medicina, cualquier otra cosa – pongan un trapo rojo en su ventana para que la gente sepa que alguien pide ayuda en esa casa.
También leí opiniones que dudaban de la utilidad del trapo rojo porque no es muy probable que las autoridades municipales o de las otras vayan a ver cómo
están las cosas en lugares apartados, que es donde puede haber más personas necesitadas. Tienen razón.
Pero no tienen razón, porque el trapo rojo en cualquier ventana nos obliga a todos – como vecinos, como ciudadanos, como personas – a hacer algo por quien lo necesita sin esperar a que alguien más lo haga. Esta vaina es de todos. La responsabilidad es colectiva.
No hay tiempo para llorar
El lunes hizo sol. Había una docena de personas en la calle. Alguien que sacó a caminar al perro, una señora que llevaba a pasear a su hija, un hombre con bolsas del supermercado, una pareja que viajaba en bicicleta, otros que iban o venían. No pasó mucho más. El martes cayó una lluvia como las de Xalapa (chipi chipi le dicen, que no moja pero jode), y me puse a leer.
Me perdí en un tomito intenso de Michael Pastoreau sobre la historia de los colores, y oí varias de mis piezas favoritas (dejé de leer y oír música al mismo tiempo por respeto a las dos cosas). Trabajé un poco más en la novela de nunca acabar, y llegué a considerar la posibilidad de zurcir una bolsa que usaba para el mercado.
También leí los periódicos – o como se llamen en este siglo en que ya nada es como antes –, sobre todo la prensa veracruzana que se puede leer en internet, literal y figuradamente. Ví que en México hay quienes todavía creen que el mal no existe, quienes aseguran que es un invento de alguien, quienes promueven brebajes milagrosos de los que nadie sabía ni sabe si no tiene acceso a Youtube y mucho tiempo libre, y van y vienen como si no pasara nada.
Y ví también que comenzaron a crecer los contagios y las muertes por esta enfermedad tan nueva que no tiene nombre (se llama mal de coronavirus 19, que suena a otra cosa). Si pudiera, lloraría por quienes terminarán enfermándose sin remedio por inocencia, por necedad o por ignorancia. Pero no hay tiempo para llorar por ellos.
Tendríamos que estar hablando
Lo que es cada vez más claro es que se necesita ir más allá del discurso oficial, a veces tardío y contradictorio, y entablar una conversación nacional que vaya más allá de las instituciones y de los partidos (que se han limitado a hacer declaraciones pero no han organizado a la sociedad que en teoría representan).
Tendríamos que estar hablando de lo que se puede hacer en vez de hablar sobre lo que no se está haciendo o no se hizo. Mi temor es que nadie quiera hablar con otros porque no piensan lo mismo, que gane la intolerancia.
Desde la cuarentena pienso que cuando el mal se vaya por donde vino la vida será otra cosa, y a veces pienso que todo volverá a ser como antes. Y me da miedo la vida por conocer y me da tristeza la vida por conocida.