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Delincuentes y funcionarios

Diario de un reportero

Miguel Molina


Primero lo importante. Después de visitar trece estados y reunirse con más de ochenta instituciones de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, con organismos autónomos, con cientos de víctimas y con decenas de organizaciones de la sociedad civil de México, una delegación del Comité de la ONU contra las Desapariciones Forzadas responsabilizó tanto a las organizaciones criminales como al propio gobierno por más de noventa y cinco mil casos en los últimos años.


La delincuencia organizada "se ha convertido en un perpetrador central de desapariciones en México, con diversos grados de participación, aquiescencia u omisión de servidores públicos", según el informe que dio a conocer el Comité en Ginebra. Es un señalamiento serio, porque los Estados "son partes responsables de las desapariciones forzadas cometidas por servidores públicos, pero también pueden ser responsables de las cometidas por organizaciones criminales".


El aumento de las desapariciones forzadas – explica el documento del CED (por sus siglas en inglés) – "fue facilitado por la impunidad casi absoluta": sólo se sometieron a proceso entre dos y seis por ciento de los casos, y a nivel nacional sólo se habían dictado treinta y seis condenas. A la impunidad se suma la crisis del sistema forense nacional: según datos públicos, hay más de cincuenta y dos

mil cuerpos no identificados en instalaciones de los servicios forenses, en fosas comunes, y en morgues de universidades.


Pero sobre todo, el CED señaló que no se ha implementado el Plan Nacional de Búsqueda. Ningún plan. Nada.


Nadie sabe, nadie supo

Llevo diez años siguiendo de cerca los trabajos de las Naciones Unidas en Ginebra – en especial los de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos –, y he estado presente en casi todas las reuniones en que se evalúa el cumplimiento de México con los compromisos en la materia. He oído muchos discursos y muchas explicaciones, y no ha pasado nada.

Estuve la mañana del lunes de febrero de hace ocho años, cuando el gobierno mexicano rindió cuentas – es un decir – sobre las desapariciones y los desaparecidos. Ninguna institución, ninguna agencia, ningún funcionario sabía cuántos habían desaparecido en el país hasta entonces, ni ahora ni tal vez nunca.


Esa vez, muchos vimos a un país que no estaba – y sigue sin estar – preparado para proteger a los suyos, a un Estado que no se preocupa por cumplir de forma cabal sus obligaciones internacionales, y a un gobierno ineficiente y desinformado. También oímos que las autoridades mexicanas trabajaban en una base de datos que estaría lista más o menos pronto. Hace ocho años, en ese lunes gris, Eliana García, encargada de derechos humanos en la antigua Procuraduría General de Justicia, dio a conocer que había trescientos trece funcionarios públicos federales consignados por su presunta relación con desapariciones forzadas.


Me ha tocado oír que hablan de un país diferente, de una nación de leyes que otra vez, como cada seis años, quiere deshacer todo para rehacerlo todo. Mientras eso sucede, nos quedaremos con las ganas de saber cuántos, quiénes, y dónde y por qué.


Desde el balcón

Hace calor. Tal vez hoy llegue a hacer veinte grados, y eso serviría para explicar por qué el vecino decidió tocar escalas en su piano como si tratara de desentumir los dedos. Uno se sienta, mira el muro de árboles, oye los pájaros que se atreven a cantar en este clima, prueba la malta.


Por no dejar, recurre a la cartilla moral de la Cuarta Transformación – que en estos tiempos languidece olvidada en el rincón de algún librero – y lee sin esperanzas:


El bien no debe confundirse con nuestro interés personal en este o en el otro momento (sic) de nuestra vida. No debe confundírselo (resic) con nuestro provecho, nuestro gusto o nuestro deseo. El problema de la política es lograr que la convivencia sea lo más justa y feliz.


El primer grado del respeto social se refería a la sociedad en general... El segundo grado del respeto social se refiere ya a la sociedad organizada en Estado, en gobierno con sus leyes propias. Este grado es el respeto a la ley. Las sanciones contra las violaciones respectivas ya no se dejan a la mera opinión pública.


El sistema legal es inevitable y benéfico porque constituye el armazón que sostiene a la comunidad. Gracias a él se asegura la equidad en las relaciones y se resuelva el conflicto de los egoísmos. La ley no es una imposición contra el libre albedrío, sino, por el contrario, una garantía de libertad. Cuando el gobierno (que no es lo mismo que la ley) comienza a contravenir las leyes, o a desoír los anhelos de reforma que el pueblo expresa, sobrevienen las revoluciones.


Y uno recuerda las bardas en Veracruz y el comentario de Félix Salgado Macedonio, el frustrado candidato a gobernador de Guerrero, sobre la posibilidad de que el presidente se reelija. Carajo. Y se sirve otra malta cuando suena la voz de Garcilaso: Tú, que ganaste obrando/ un nombre en todo el mundo/ y un grado sin segundo,/agora estés atento sólo y dado/ al ínclito gobierno del estado. Salud.

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