Diario de un reportero
Miguel Molina
Se vino la guerra. Rusia invadió Ucrania y se abrieron los frentes del campo de batalla y de las redes sociales. La televisión nos muestra otra vez los horrores de un conflicto armado: muerte y destrucción, y miedo y coraje, columnas de sesenta kilómetros de vehículos de combate, bombardeos, declaraciones de un lado y de otro, manifestaciones y resistencia, discursos duros y negociaciones frágiles, y – aunque no se vean – cuerpos de soldados y de civiles cada vez que estalla una bomba o se dispara un rifle.
No muy lejos de aquí, en el Palacio de las Naciones, más de cien diplomáticos abandonaron la sala del Consejo de Derechos Humanos cuando comenzó a hablar Sergei Lavrov, ministro de Relaciones Exteriores de Rusia (se quedaron los embajadores de Venezuela, de China y de Siria), y el resto del mundo – intelectuales, artistas, deportistas, instituciones culturales, organismos internacionales, empresas multinacionales – se ha unido a las sanciones económicas y comerciales contra el gobierno de Vladimir Putin.
En las redes sociales se desató la vaina. Hay de todo, pero mucho de lo que se publica son mentiras o inexactitudes, propaganda y contrapropaganda. Pero nadie puede falsificar la mirada triste de quienes han tenido que irse con lo que pudieron llevar. Hay quien publica cosas que le parecen chistosas, como si la guerra fuera cosa de risa, porque después de todo la muerte, las matanzas, son
cosa de todos los días en México, un país que está en guerra consigo mismo: mexicanos matan mexicanos y nadie puede o quiere hacer nada.
Lo de Ucrania es otra cosa. Un país grande invadió a una nación que quiere seguir su propia historia, más allá de lo que haya sido hace doscientos o trescientos años. El ejército ruso entró en Ucrania matando y destruyendo "para desmilitarizar y desnazificar" al país. El mundo mira. En Londres, en un acto que nunca se había visto, el Parlamento – gobierno y oposición – aplaudió de pie al embajador de Ucrania. México prefiere ignorar lo que pasa, porque la paz y la guerra no son asunto de interés nacional.
Otra vez
Otra vez, la Suprema Corte de Justicia rectificó al Congreso de Veracruz. Ahora le ordenó derogar el asuntico ese de los ultrajes a la autoridad, y las sanciones a quienes poseyeran, portaran o utilizaran equipos de comunicación para obtener y comunicar, "sin un fin lícito" (sic), información sobre las acciones de los integrantes de las institituciones de seguridad pública estatal o municipal, porque la letra de esas normas viola el espíritu de la Constitución. Ya había pasado antes algo parecido con una ley de Comunicación Social y una reforma electoral sin bases legales.
Pero el mal viene de antes, aunque eso no sea excusa. Lo evidente es que no se ha olvidado la costumbre de aprobar lo que venga de arriba, como venga – sin leer la letra chiquita, como declaró el diputado del partido Encuentro Solidario Gonzalo Guízar Valladares cuando le preguntaron por qué había votado a favor del engendro de los ultrajes –, sólo porque es orden superior.
El Congreso de Veracruz no ha brillado por su agudeza intelectual ni por su capacidad legislativa desde hace varios años. Es una institución cara, ineficaz y arrogante, que no respeta a otras instituciones y a veces parece que ni a sí misma. Basta ver lo que hicieron el domingo: cambiaron el artículo de los ultrajes a la autoridad sin cambiarlo, pensando que nadie se daría cuenta. Y es más de lo mismo.
Desde el balcón
Llega uno a la conclusión de que hay dos vecinos con música. Esta mañana me acompañó el Rondó a la Turca de Mozart, una pieza que sería para flauta si no hubiera sido para piano y le dio un aire festivo al desayuno. En la tarde se oyeron sonidos titubeantes, como si alguien buscara su camino entre las notas de quién sabe quién. Horas después, cuando ya no había música, uno salió en el frío de la noche a traer pizzas. Más allá, a dos mil quinientos kilómetros, la guerra seguía haciendo lo que hacen las guerras.
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