Diario de un reportero
Miguel Molina
Hace dieciocho años, cuando todavía no se recalentaba lo que había quedado de la comida de Navidad, me sorprendió y me apabulló la noticia de que el frío había matado a dos mil quinientos ancianos, y que en el resto del invierno la cifra podía llega a cincuenta mil. También me sorprendió que un funcionario menor del Ministerio de Salud del gobierno británico admitiera que el invierno siempre nos toma por sopresa.
Cualquiera habría podido decirle al señor que cada año hay invierno, y que generalmente hace frío durante esa estación. Me acordé de esa vez cuando leía las noticias sobre la destrucción que dejó el huracán Grace en Veracruz, porque "llovió más de lo que habíamos podido contemplar, no estaba integrado en los modelos, no pudimos alertar a la gente", como admitió la secretaria de Protección Civil, Guadalupe Osorno.
Cualquiera habría podido decirle a la funcionaria que los huracanes implican vientos y lluvias que provocan inundaciones, deslaves y destrucción general en su camino. Cualquiera habría podido decirle que cada año hay tempestades en el Golfo de México, y que gran parte de ellas entra a Veracruz y causa daños sin fin y dolores sin cuento.
Cualquiera habría podido decirle a la secretaria que desde diciembre del año pasado se pronosticó que habría tormentas por encima de lo normal: dieciséis temporales y diez huracanes, tres de ellos mayores, que van a traer más lluvia que no estará contemplada en los modelos. Cualquiera habría podido decirle a la secretaria que la protección civil consiste en prepararse para lo peor y no para lo que uno cree que vaya a pasar. Pero parece que nadie le dijo nada.
Y ahora vemos las consecuencias. Más de cincuenta municipios están considerados como zona de desastre en Veracruz, donde hubo familias que perdieron lo que tenían, que no era mucho pero era todo lo que tenían, y pasarán semanas, o meses, o años, para que la vida vuelva a ser más o menos como antes, hasta que venga el siguiente huracán y otra vez se lleve vidas y cosas y casas y animales y cosechas.
Lo que me da tristeza es que haya que esperar a que el Presidente de la República anuncie las medidas y los apoyos que van a recibir los afectados por Grace, en vez de que haya un mecanismo que entre en acción de manera automática cada vez que se requiera su ayuda. No hay límite, dijo presidente el miércoles, pero hay que hacer un censo, y eso se va a tardar una semana: un parpadeo en tiempo burocrático, una eternidad en horas de hambre y frío y de incertidumbre, aunque se distribuya ayuda de emergencia en algunos lugares.
Pero eso es lo de menos, aunque no sea lo de menos. Lo irónico de estas tragedias colectivas e individuales es que México – hay otros países – gasta más en reparar los daños que causan huracanes e inundaciones y deslaves y sequías y otros extremos de la naturaleza que en prevenirlos. Desde hace tiempo se ahorran miles en planes y en proyectos que terminan costando millones porque hay muchas lluvias que no están contempladas en los modelos. Es el mismo infierno con diferentes diablos...
Desde el balcón
No hace ni frío ni calor. Una ambulancia lejana, la caricia de la brisa en las hojas de los árboles, o un avión que va o viene, hacen que uno entienda el valor del silencio y permiten comprender la advertencia de Mauro Poggia, ministro de Seguridad, Población y Salud del Consejo Cantonal de Ginebra: la solidaridad con quienes no aceptan vacunarse tiene límites.
Nueve de cada diez pacientes hospitalizados en el cantón no están vacunados, y "los que han hecho el esfuerzo por vacunarse no quieren cargar con las consecuencias de las decisiones que toman otros. Tampoco nuestra economía", señaló Poggia, quien sugirió que se cobre el tratamiento a los enfermos de covid que no han recibido la vacuna.
La propuesta de Poggia (del Movimiento de Ciudadanos de Ginebra, una organización conservadora, de extrema derecha, o xenofóbica, o las tres cosas, según se mire) no tiene posibilidades de prosperar, porque el acceso a tratamiento médico es un derecho fundamental, pero refleja que ya no hay mucha paciencia para quienes invocan derechos y libertades sin pensar en la responsabilidad que tienen como parte de la sociedad.
Uno piensa en quienes declaran que no creen en el virus, o que están convencidos de que les van a implantar un microchip, o que la vacuna les va a cambiar el ADN, y otras tonterías sin más base científica que lo que leen en las redes sociales. Si por ellos fuera, todavía se estaría muriendo gente por la difteria, el sarampión, el tétanos, la tosferina, la polio, la varicela y otros males que se erradicaron gracias a las vacunas. Y – un instante antes de probar el último whisky de la tarde, tan joven y tan viejo como un Rolling Stone – uno sabe que hay cosas que no tienen remedio, como la estupidez.
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