Diario de un reportero
Miguel Molina
No se preocupe. Dentro de ochenta y cinco mil minutos, segundos más o menos, todo habrá concluido y usted estará votando por tal o cual candidato a lo que sea, con la esperanza que prefiere olvidar la experiencia, como cada vez que hay elecciones.
Unos quieren ser gobernadores, otros quieren ser diputados federales o locales, otros quieren ser alcaldes, y otros más quieren ser algo, lo que sea. Muchos descubrirán los infiernos grandes: cargos que duran tres años y vergüenzas y enemistades que pueden durar toda la vida, hasta en las mejores familias, porque – aunque sea pequeño y limitado – el poder es canijo. Otros volverán al infierno que conocen y hallarán nuevos diablos.
Pero uno, que poco tiene que ver con la cosa pública, está sentenciado a mil cuatrocientas y pico de horas de propaganda cara que no dirá nada aunque ofrezca todo. Será imposible escapar de lo que dicen quienes tienen la solución a los problemas de sus municipios, del estado de Veracruz, de México, del mundo.
En vez de abrir – los tres niveles de gobierno, clase política, partidos, candidatos, sociedad civil – un diálogo honesto sobre lo que vive el país, en vez de buscar soluciones para lo que sufren los mexicanos cada día, en vez de ideas para que todos vivan mejor, lo que verán quienes tengan televisión, lo que oirán quienes tengan radio, y lo que van a leer quienes lean periódicos, son monólogos de candidatos que prefieren hablar de asuntos menos importantes: lo que dicen que harán.
Otros invertirán su tiempo y sus recursos en campañas de agua sucia o de lodo contra los demás, no importa quiénes sean. El discurso político, ya de por sí empobrecido, se llenará de insultos y calumnias, de injurias y mentiras destinadas a desprestigiar al otro y no a ofrecer ideas, programas, cosas que eventualmente se traduzcan en una vida mejor para todos, del modo que más convenga a su felicidad, como querían los fundadores de la nación.
De todos modos, en sesenta días habrá pasado todo. Uno habrá votado por tal o por cual, y estará más o menos listo para el desencanto, como cada seis años, como cada tres años, como siempre.
Desde el balcón
Sopla un viento helado pero hace sol porque después de todo es primavera. El martes amaneció a tres o cuatro grados, aunque no llegó a nevar como habían dicho. Uno se resguarda del frío con un whisky oportuno, y recuerda los versos de Neruda: Comprenderás que puede nevar en primavera/ y que en la primavera las nieves son más crudas.
Pero ni la poesía de Pablo ni el aire helado de los Alpes ni el whisky escocés pueden impedir que uno piense en los ultrajes a la autoridad que se han puesto de moda en Veracruz, y que han servido para meter a la cárcel a adversarios políticos, a manifestantes, últimamente a siete muchachos que estaban en un salón de tatuajes de Orizaba, y quién sabe a cuántos más en los próximos días, antes de que la Suprema Corte declare que la reforma al código penal es inconstitucional.
El oficio – hijo del viento de la tarde y hermano de la malta a cualquier hora – hace que uno pregunte siempre. En este caso, uno preguntaría cuál será el nuevo dislate que producirá un Congreso que en vez de legislar – porque no sabe, porque no puede – juega a que hace política, y le sale mal.
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