Diario de un reportero
Miguel Molina
Lo que se ve – declaró Juan Gabriel – no se pregunta. Y lo que vimos fue que en el Movimiento Regeneración Nacional hay quienes no logran olvidar sus raíces de otro tiempo y siguen haciendo cosas que se hacían antes: acarreos documentados, compra de votos ( o condicionamiento de subsidios), violencia en las urnas, desaseo. No fueron todos, pero fueron muchos.
Habrá quien diga que hubo más de dos millones de morenistas (y otras cosas) en el proceso de elección de delegados a casi todas las cosas para cuando el poder cambie de manos, y que proporcionalmente los episodios irregulares fueron pocos. No son los treinta millones que votaron por el cambio, pero hay que tomarlos en cuenta.
También hay que tomar en cuenta que la migración partidista fue del Revolucionario Institucional, del de la Revolución Democrática, y hasta de Acción Nacional, llegó a Morena con una idea de cambiarlo todo para que todo siguiera como siempre. Muchos de los que se agregaron a la izquierda de ahora militan tal vez, pero no parecen haber pensado mucho en lo que representan, y menos en lo que hacen. El que anda como pato, grazna como pato y parece un pato, es pato.
Ese es el obstáculo a la Cuarta Transformación. Lo que vino de otros partidos contamina al movimiento.
La izquierda – o lo que llamamos izquierda – ha perdido el tiempo en polémicas orgánicas y forcejeos inútiles entre tribus, cuando podía haber usado sus escasos espacios de poder para organizar a la sociedad civil, creando y fortaleciendo mecanismos que permitan a los ciudadanos vivir y crecer sin necesidad de la intervención directa del gobierno: enseñar a pescar en vez de dar pescado.
Desde el balcón
Hace tanto calor que hay que poner un minúsculo cubo de hielo en la malta para refrescar el trago, y quedarse en la sala sentado frente a un ventilador que mueve el aire tibio de un lado a otro. Pero no se puede hacer nada. El verano es así y será más caliente dentro de algún tiempo, y uno tendrá que acostumbrarse a eso.
Aburrido de pensar en el once para el veinticuatro, agobiado por la canícula, termina uno leyendo la Regla Bulada de San Francisco, y se asoma a la pobreza franciscana, que implica vivir sin bienes terrenales (lo de la castidad y la obediencia que demanda el santo son otra cosa).
Antes que nada, el de Asís amonestaba y exhortaba a sus hermanos que habían elegido la pobreza a no despreciar ni juzgar a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores, comer manjares y tomar bebidas delicadas, sino más bien que cada uno se juzgue y se desprecie a sí mismo.
De ahí es fácil divagar: el ejemplo de Francisco debería ser obligatorio para quienes manejan la cosa pública. Que los funcionarios sigan viviendo donde vivían al menos tres años antes de ocupar su puesto.
Que manejen sus propios vehículos, y que reciban un subsidio justo por gasolina o reembolso por viajes de trabajo, pero que cada quien pague su renta, cada quien compre de su bolsillo lo que va a comer y a beber, que cada quien pague lo que se consumió, cosas que todos hacemos.
No se puede pedir que los mexicanos "tengan una túnica con capilla y otra sin capilla los que quieran tenerla, y dejar que quienes se vean obligados por la necesidad puedan llevar calzado, y que todos se vistan con ropas viles que puedan reforzar con sayal y otros retazos con la bendición de Dios", porque así no se vale.
Hay más de cincuenta millones de mexicanos que viven con casi nada, y casi nueve millones de mexicanos que no tienen para vivir. Qué les van a contar a ellos de pobreza franciscana...
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