Minería sin nación: el subsuelo en manos ajenas
- fermarcs779
- Nov 14
- 4 min read
Félix Estrada
La minería mexicana, pese a su aparente esplendor, es una industria sin nación. Bajo la superficie, los metales y minerales que podrían ser la base de un nuevo proyecto de desarrollo están bajo control extranjero, sujetos a una lógica de exportación que vacía al país de su propia riqueza. Más de la mitad de las exportaciones mineras se dirigen a Estados Unidos, la inversión canadiense domina el sector y el Estado mexicano recibe apenas migajas fiscales de un patrimonio que debería sostener su soberanía productiva. Lo que se presenta como motor de crecimiento es, en realidad, un enclave extractivo que perpetúa la dependencia y pospone, una vez más, la industrialización del país.
Durante décadas se entregaron concesiones como si fueran permisos eternos, sin una estrategia industrial ni control público real. Canadá concentra más del 70 % de la inversión extranjera en minería, y las grandes corporaciones —Newmont, Pan American Silver, Agnico Eagle, First Majestic— controlan la extracción, la refinación y la exportación. Las ganancias se contabilizan en México, pero se repatrian a Toronto, Nueva York o Londres. En promedio, el país capta menos del uno por ciento de la renta minera global, mientras asume los pasivos ambientales y sociales. La contaminación, la deforestación y el agotamiento de acuíferos se convierten en un subsidio oculto: el Estado tolera el daño ecológico y las comunidades cargan el costo. Así, la falta de regulación ambiental funciona como una forma silenciosa de transferencia de riqueza a las transnacionales.
El modelo actual reproduce la vieja estructura colonial: México extrae, otros transforman. Más del 90 % de lo que se exporta como “manufactura minera” termina en plantas estadounidenses, donde los minerales se convierten en componentes de autos eléctricos, microchips o baterías. Aquí se abren los socavones; allá se generan las patentes. El país aporta los recursos críticos de la transición energética —cobre, zinc, grafito, litio— sin que exista una estrategia nacional para transformarlos en tecnología propia. La soberanía termina en la boca de la mina.
El régimen de concesiones fue diseñado para atraer capital, no para desarrollar industria. Se otorgaron más de 24 000 títulos, cubriendo casi el diez por ciento del territorio nacional, muchos con vigencias de medio siglo. Las regalías, entre 0.5 y 3 %, son simbólicas; el pago por hectárea concesionada resulta irrisorio. Mientras tanto, la infraestructura y el empleo local dependen de los vaivenes de las corporaciones. En los estados mineros, la pobreza convive con la opulencia exportadora. La minería genera PIB, pero no desarrollo; salarios altos, pero comunidades empobrecidas; utilidades extraordinarias, pero sin industria nacional.
El Estado, atrapado entre el reclamo ambiental y la presión empresarial, carece de una visión propia. Las reformas recientes, que restringen nuevas concesiones o plantean la prohibición de la minería a cielo abierto, son respuestas fragmentarias. La protección ecológica no puede confundirse con inmovilidad productiva, pero tampoco la productividad con saqueo. Sin una política industrial minera, México oscila entre la desregulación y la parálisis, entre abrirlo todo o prohibirlo todo. En ambos extremos pierde la nación.
El nuevo régimen fiscal que eleva el derecho especial al 8.5 % y el extraordinario al 1 % para metales preciosos es un paso mínimo. Cuando los precios internacionales se disparan, el país no captura la bonanza: carece de una regla anticíclica que permita crear un fondo soberano de inversión tecnológica. Las rentas mineras podrían financiar la reconversión productiva, la investigación metalúrgica y la restauración ambiental, pero se pierden entre amparos, diferimientos y triangulaciones. En la práctica, el Estado sigue subsidiando a los concesionarios al no exigirles contenido nacional, innovación ni mitigación real de daños.
El caso del litio resume la contradicción. México fue el primero en declararlo recurso estratégico, pero el último en diseñar un proyecto industrial. La empresa estatal creada para gestionarlo apenas cuenta con presupuesto y carece de tecnología para procesarlo. Sin socios públicos ni privados, sin investigación ni plantas piloto, el litio mexicano corre el riesgo de repetir la historia del petróleo: ser extraído por extranjeros, exportado en bruto y reimportado como batería. El país posee la materia prima del futuro, pero no el futuro de esa materia prima.
La minería, al igual que el campo y la industria manufacturera, sufre la misma enfermedad: la desconexión entre el recurso y la política. Los metales que deberían sostener la transición energética y la electrificación nacional se destinan a mercados externos; las universidades carecen de programas metalúrgicos de frontera; la banca de desarrollo no financia exploración ni tecnología; y el medio ambiente, degradado y sin remediación, subsidia con su silencio la rentabilidad ajena. El resultado es una economía extractiva sin aprendizaje, un país que excava su riqueza mientras entierra su capacidad industrial.
La salida no pasa por cancelar la minería, sino por transformarla. México necesita una política que jerarquice minerales estratégicos, defina zonas de explotación con control ambiental y exija valor agregado interno. La exploración debe acompañarse de plantas de refinación, centros de innovación y desarrollo de proveedores locales. La transición energética será imposible sin minería, pero debe ser una minería nacional, con estándares técnicos, tecnológicos y ecológicos de primer nivel. El cobre, el litio o el grafito no deben ser meras exportaciones: deben ser la base de una nueva política industrial soberana.
La soberanía no consiste en poseer el subsuelo, sino en dominar la cadena productiva. Extraer para exportar es repetir el modelo de hace un siglo; transformar, innovar y producir para el país es recuperarlo. México tiene en su geología un potencial inmenso, pero sólo una política consciente de su historia podrá convertir esa riqueza en bienestar duradero. Sin ella, la minería seguirá siendo el espejo donde se refleja nuestra contradicción: un país con oro en las entrañas y pobreza en la superficie.






Comments