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Se dice tanto

Diario de un reportero



Miguel Molina


Comencé a escribir en el momento en que Donald Trump dejó de ser presidente, y si no estuviera en enero seco me habría tomado un trago para celebrar. Pero nada es perfecto. Había pasado la tarde pensando en lo que dijo Elena Poniatowska – amiga y simpatizante de Andrés Manuel López Obrador – sobre las conferencias mañaneras de prensa del presidente.

"Se han convertido en una comedia de equivocaciones" que no sirven de mucho "ni al propio presidente ni mucho menos al país", dijo la escritora, "y la vida y el desarrollo del país no estriban en el diálogo entre el presidente y los periodistas sino en los hechos".

No le falta razón. La palabra presidencial se devalúa cuando se derrocha, y puede terminar como ruido de fondo hasta para quienes quieran oír. La única vez que vi una mañanera terminé abrumado y sin saber qué pensar. Me fue bien. Otros – advierte Poniatowska – están al borde de la irritación y la confrontación nacional, o cuando menos hartos.

Pero si todo es posible, porque la política es el arte de hacer posible lo necesario, la prohibición del Instituto Nacional Electoral a referencias partidistas y en general a cualquier tema electoral es una oportunidad para bajar la duración y la frecuencia de las mañaneras, y aclarar el discurso cuando se levante la veda política.


Lo que sobra son palabras

Hay, en cambio quienes dicen o piensan que si la voz del pueblo es la voz de Dios, la voz del Ejecutivo es la voz del pueblo. Y esa es la raíz del árbol del problema, para decirlo con palabras de hace meses:

Se oyen las voces de los que tienen la razón – que en todos los casos somos nosotros, dicen – y los que no la tienen – que en todos los casos son ellos, aseguran –, y la gritería impide que haya un debate ordenado de las ideas, aunque no haya muchas ideas.

Así no se puede. La discusión seria enriquece la vida de los pueblos y alienta la participación en la cosa pública, que es asunto de todos o debería serlo. Pero no hay tal: lo que abunda son las descalificaciones, los insultos y las burlas a quienes piensan distinto: el enemigo son siempre los otros.

Lo lógico en una democracia es que el gobierno sea para todos, no únicamente para quienes lo eligieron, pero el discurso político no da muestras de inclusión sino de todo lo contrario, desde el se las metimos doblada del patán Taibo hasta la separación entre fifís y chairos.

Lo que sobra son palabras. Repito aquí algo que conté hace años:

"Lo principal, creo, es no olvidar que las palabras son el instrumento más valioso y más efectivo de los gobernantes para comunicarse con los ciudadanos. El gobernante no debe hablar mucho, para que cuando hable sus palabras tengan todo el peso de la autoridad y el respeto de la investidura, me dijo un día de café don Fernando Gutiérrez Barrios, palabras más o menos".

Habrá quien escuche todos los días todas las cosas que se dicen en las conferencias de prensa que ofrece el presidente, pero no creo que haya quien pueda explicar con claridad las políticas del gobierno más allá de una lista de anhelos y de metas más o menos confusas. Se dice tanto que termina por no decirse nada.


Desde el balcón

Leyendo a Rilke con vista a las montañas y al bosque cercano, se me salen en voz alta las palabras: ¿Quién, si yo gritara, me escucharía en los órdenes celestes? El cielo gris y bajo no responde. Por la vereda pasa alguien con la música de fuera, y algo hace que la musa se inquiete y se vaya.

Vuelto a la realidad, con Rilke rondando en la cabeza, no sé por qué, trato de imaginar qué pasaría si los cafés cerraran: ¿dónde darían declaraciones los políticos veracruzanos, quién los escucharía, quién publicaría lo que dicen sin pensar? Pero hace frío y uno ya no está para tafetanes. Cierro el libro virtual y entro a la sala.

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