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Texcaltitlán: rebelión y sucesión

Diego Martín Velázquez Caballero


La extorsión es un fenómeno cotidiano en México, como en muchos casos respecto del delito, los responsables resultan miembros del entorno inmediato; sin embargo, la presencia mayor de distintos cárteles del narcotráfico implica el asedio mayor a las comunidades cuando los focos de actividad delincuencial cambian. Michoacán, Guerrero, Veracruz, Tamaulipas, Puebla y Chiapas son ejemplos del modo en que el crimen organizado ha sido aliado del neoextractivismo y el capitalismo voraz; emprendimientos que vienen signados por el imperialismo. Las comunidades saben que los extorsionan desde la época de los aztecas y poco ha cambiado la situación.

La extorsión es un delito poco castigado en el país porque las autoridades no cuentan con la infraestructura que permita coaccionar a los individuos para inhibir dichas acciones. La idea de que los gobiernos locales no puedan hacer nada frente a delitos de este tipo, suena más a complicidad que otra cosa. Y, por ello, las comunidades saben que sólo la rebelión consigue movilizar la fuerza para detener –temporalmente- el abuso de las organizaciones criminales. En el pasado fueron las guerrillas de temporal que fueron duramente reprimidas por los gobiernos del partido hegemónico, después la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional llamó la atención del mundo respecto de la abusiva estructura social mexicana y, ahora, los linchamientos son la forma de lucha que encuentran las comunidades para sobrevivir. En resumen, poco mejora la visión de las cosas. Los extorsionadores crecen y las comunidades se encuentran frente al dilema de emigrar o luchar para quedarse.

La economía informal es el espacio idóneo para la extorsión. En nuestro país esta arena es intocable, además involucra a un gran número de liberales salvajes que luchan contra el derecho y cualquier autoridad pública; por eso las autoridades prefieren el contubernio y la corrupción que implica compactarse con este tipo de actores.

Nadie conoce como controlar el poder de la economía informal, lo cierto es que toma influencia en muchos ámbitos y se impone, no solicita autorización ni le interesa la protección gubernamental. Es en la economía informal donde encontramos el verdadero liberalismo latinoamericano. Probablemente por ello, el sector informal recurre constantemente a la violencia, como el caso de los linchamientos y la justicia discrecional. En las centrales de abasto, las calles, la agricultura o emigración, se encuentran estas redes que se involucran en distintos campos e incluso intentan colonizar el sector burocrático y formal. La corrupción inicia cuando la informalidad se permite como ejercicio dominante.

Los conflictos son incrementalistas en el espacio informal y se advierten como una lucha contra el gobierno cuando ya no hay posibilidad de regular lo que ahí pasa.

En los tiempos inmediatos anteriores, la autoridad llegó a establecer convenios con los grupos de la delincuencia organizada; empero, con la llegada del feuderalismo en el 2000, los gobernadores pactan con la economía informal y no se hacen responsables de fenómenos como narcotráfico, robo de combustible, feminicidios, secuestros, robos o fraudes. Las agencias del ministerio público simplemente no tienen ni fotocopiadoras para entender lo que sucede y los gobiernos estatales y municipales sólo pueden decir que el gobierno federal debe corresponderse de los diferentes tipos de delitos que se están viviendo.

El mensaje es claro: la Federación debe intervenir de una forma más radical en los gobiernos estatales y locales si se quieren evitar los linchamientos, revoluciones y rebeliones; que en muchas ocasiones están plenamente justificadas. No se trata de atacar a las comunidades para violentarlas más, la Federación tiene que controlar los cacicazgos estatales, los gobernadores y poderes fácticos regionales que se han anarquizado de manera radical.

El mensaje del linchamiento es que las comunidades ya no están dispuestas a tolerar la delincuencia organizada, pero lo que sigue es que dejen de creer en la clase política e implica que, pronto, van a rebelarse contra los políticos que consideran sinónimos de los cárteles, cuando no, aliados. Texcaltitlán puede ser el Cuchillo Parado o Tomochic que comience a plantear retos a una Federación incapaz de exigir a sus gobernadores que cuiden sus comunidades y eviten pactar con la delincuencia organizada.

Las candidatas a la presidencia de la república deben diseñar urgentemente una agenda más inteligente de la lucha contra la delincuencia; antes de que Donald Trump decida bombardear las zonas rurales del país o intervenir México para derrotar a los cárteles de la droga. Sobre todo, antes de que las comunidades decidan rebelarse contra la política y apostar a la violencia que incremente la guerra de baja intensidad que el país ha institucionalizado. Aplicar la ley puede ser un buen inicio, también dejar de tolerar a políticos abiertamente vinculados a los grupos violentos, caciquiles o francamente criminales.

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