Diario de un reportero
Miguel Molina
En aquellos tiempos cada noche de mediados de marzo se abrían las ventanas a las nueve y nos asomábamos y aplaudíamos – algunos vecinos echaban vivas al aire – para agradecer a quienes hacían algo ante un mal tan nuevo que tenía nombre de laboratorio: Enfermedad de Coronavirus Diecinueve, y un minuto después se cerraban las ventanas y cada quién a su cada cuál.
Eso fue hace nueve meses. Desde entonces han muerto muchísimos en casi todas partes, porque casi en ninguna parte se tomaron medidas efectivas contra el virus recién llegado. Los gobiernos tardaron en reaccionar y hubo más contagios y más muertes. Hasta el martes se habían registrado en todo el mundo poco más de setenta y tres millones de casos, y un millón seiscientos venticinco mil trescientos setenta y nueve muertos.
Ciento catorce mil doscientos noventa y ocho de esos muertos eran mexicanos o vivían en México. Muchos – con razón y sin ella – culpan al gobierno de Andrés Manuel López Obrador por tanta muerte, y alegan que todo se debió a que las autoridades no actuaron a tiempo y enviaron mensajes confusos y equivocados cuando tenían que haber sido claras y definitivas, aunque eso pasó en casi todo el mundo.
Tienen razón quienes responsabilizan al gobierno porque durante varias semanas o varios meses nadie supo qué hacer, y hubo quienes se dejaron seducir por el encanto de la internet y recomendaban cualquier cosa como remedio, o se negaban a aceptar que el mal andaba entre nosotros, y lo propagaron en nombre de una libertad incierta y fraudulenta.
El hecho de que muchos políticos, entre ellos el Presidente, se negaran a usar cubrebocas, contribuyó a que la gente se pasara por el arco del triunfo las recomendaciones que siguieron.
De las tres opciones posibles: no hacer nada y esperar a ver qué pasaba, tomar medidas profilácticas hasta donde se pudiera, o decretar un aislamiento total durante tiempo indefinido, el gobierno optó por no hacer mucho y tomar medidas profilácticas que no siguió ni el propio Presidente. Los mexicanos no habrían aceptado un encierro total para impedir contagios, que sin duda es la mejor solución para evitar que el virus se propague.
Pero no tienen razón los críticos que responsabilizan solamente a quienes toman las decisiones grandes porque basta con que uno ordene para que desobedezcan todos, porque la vida es así. Nadie se habría quedado – y nadie se quedó – en su casa durante mucho tiempo, pese a las noticias que venían de Europa y llenaban los noticieros de muertos y de enfermos. La pandemia estaba en otra parte.
Muchos siguieron como si nada, y sin darse cuenta infectaron a otros y esos a otros más hasta llegar a esa cifra que es terrible porque uno no puede entender tantos muertos. También ellos – los que fueron a fiestas y a bares sin recato, los
que no creían en el mal porque tenían miedo de admitir que andaba rondando cerca, los valientes que eran pendejos – son corresponsables.
Otros tuvieron que escoger entre pasar hambre y arriesgarse al contagio, y se arriesgaron por necesidad y porque no les quedaba de otra. Esos son héroes. No los que visitan los centros comerciales y atiborran los mercados y llenan los restaurantes y los balnearios y pueblan las fiestas patronales y las peregrinaciones, ni los que se van a pasar el fin semana aquí o allá.
Lo fácil es decir que el gobierno tiene la culpa de todo. Y aunque el gobierno – que al parecer ya entendió la seriedad de la pandemia, pese a que el Presidente insiste en no usar cubrabocas y jode cualquier recomendación sanitaria – aconseja precaución, cubrir nariz y boca, guardar una distancia social, no salir sin necesidad, etcétera, los covidiotas provocarán nuevos contagios y más muertes durante las fiestas de Navidad y de fin de año.
Tal vez por eso ya nadie sale a aplaudir en las noches.
Desde el balcón
Llueve aguanieve y ya hace menos frío. Veinte minutos después escampa y uno siente los olores frescos del monte y de las nubes húmedas. Como no hay que ver, uno cierra los ojos y lo sorprende la vista del Pico de Orizaba y el Cofre de Perote desde la curva que sale de Chiconquiaco yendo para Naolinco, una mañanita del primer día de un año de hace tiempo.
El recuerdo viene con el olor a monte recién mojado. Esa vez, tiritando por el frío de la sierra y los restos de la fiesta de la nochevieja, nos bajamos del carro a
ver todo eso: las montañas cerca y lejos, abajo el valle y arriba un cielo alto. Nada se movía, no había ruido, sólo todo aquello. Y entonces – allá y aquí, entonces y ahora – sonó una campana, quién sabe dónde.
Hasta el año próximo. Que la pasen bien.
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